Llegué. Saludé.
-Pase adelante-, me invitó amablemente la cordial fémina.
Era una mañana clara, afable.
Como en la mayoría de las clínicas médicas, había una buena cantidad de
personas sentadas, esperando su turno.
Tímido, como soy, no platiqué
con nadie. De manera que me dediqué a leer.
Media hora después, la asistente de la doctora me llamó:
-Elder Exvedi Morales Mérida.
-Soy yo-, respondí, levantando la mano derecha.
-Pase por favor-, me invitó.
Y agradecí:
-Muchas gracias.
Y pasé.
Al entrar, aprecié, sentada, a la joven, sonriente y hermosa doctora.
-Doctora, buenos días-, saludé tímidamente, esquivando su mirada
apacible, amable y seductora.
-Buenos días, tome asiento-, me respondió la agraciada doctora.
Recuerdo su voz de manantial sereno, su voz, sí, su voz, susurro de
poesía. Sus miradas colmadas de ternura
y armonía.
De sus ansiados labios germinaba una lírica extraña, fascinante.
Se refirió a sus hijos como la dádiva más hermosa y valiosa que Dios le
ha dado. Y eso, claro está, me conmovió
porque para una madre los hijos son algo tan bello, grande, monumental, que es
imposible de describir.
Posteriormente, hizo un diagnóstico de mi salud, me invitó a recostarme
en una camilla.
Me indicó qué hacer, qué medicamento consumir para tener mejor calidad
de vida.
Le agradecí.
Me despedí con un apretón de manos, y mis manos quedaron atiborradas de
un perfume seductor.
Y, desde ese entonces, pienso en
ella, la doctora, y mis labios se colman
de certidumbre, alegría y armonía.
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