lunes, 7 de agosto de 2017

Doctora

Llegué. Saludé.

-Pase adelante-, me invitó amablemente la cordial fémina.

Era una mañana clara, afable.

Como en la mayoría de las clínicas médicas, había una buena cantidad de personas sentadas, esperando su turno.

Tímido,   como soy, no platiqué con nadie. De manera que me dediqué a leer.

Media hora después, la asistente de la doctora me llamó:
-Elder Exvedi Morales Mérida.
-Soy yo-, respondí, levantando la mano derecha.

-Pase por favor-, me invitó.
Y agradecí:
-Muchas gracias.

Y pasé.

Al entrar, aprecié, sentada, a la joven, sonriente y hermosa doctora.

-Doctora, buenos días-, saludé tímidamente, esquivando su mirada apacible, amable y seductora. 
-Buenos días, tome asiento-, me respondió la agraciada doctora.

Recuerdo su voz de manantial sereno, su voz, sí, su voz, susurro de poesía. Sus miradas colmadas de ternura  y  armonía.

De sus ansiados labios germinaba una lírica extraña, fascinante.

Se refirió a sus hijos como la dádiva más hermosa y valiosa que Dios le ha dado.  Y eso, claro está, me conmovió porque para una madre los hijos son algo tan bello, grande, monumental, que es imposible  de describir.

Posteriormente, hizo un diagnóstico de mi salud, me invitó a recostarme en una camilla. 
Me indicó qué hacer, qué medicamento consumir para tener mejor calidad de vida.

Le agradecí.

Me despedí con un apretón de manos, y mis manos quedaron atiborradas de un perfume  seductor.

Y, desde ese entonces,  pienso en ella, la doctora, y mis labios  se colman de certidumbre, alegría y armonía. 

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