EL
EXORCISMO
Fuente:
Huista: Un viaje a través del tiempo. Elder Exvedi Morales Mérida. 1994.
Es martes. Cielo despejado. Son las ocho de la
mañana, cuando muchas personas corren hacia la humilde vivienda de Tiófilo.
-¿Qué sucede?-, pregunta Juan de Dios a
Zacarías que llega de ordeñar.
-Tiófilo está mal otra vez.
Y Juan Huista, John y Juan de Dios también se
dirigen hacia la casa del joven aludido.
Tiófilo es joven. Delgado de contextura, con
la frente limpia, sobre la cual se alza el oscuro cabello echado hacia atrás;
cejas arqueadas, espesas y negras, ojos grandes y salientes como si se escaparan
de las órbitas; nariz pequeña, boca grande, de labio inferior grueso y caído,
ornado por un bigote recortado en los extremos. Siempre mal vestido.
El sacerdote fue el primero en llegar.
-El patojo le abrió las puertas al
demonio-dice, y agrega: por medio del pecado, mediante la práctica del
ocultismo, la lectura de cartas, por adorar a Maximón y por el juego de la
güija. No, si este patojo cabrón tiene sus mañas, pero la nana es alcahueta.
El párroco llegó convenientemente armado: Una
Biblia, una estola morada, un crucifijo engastado con la medalla de San Benito,
agua bendita y un aceite especial –óleo de los catecúmenos mezclado con el que
se emplea en el sacramento de la unción de los enfermos-.
Ya en camino, dijo que cuando un religioso
autorizado por su obispo detecta el caso de una persona endemoniada, procede a
efectuar el ritual, pero, que en este caso, por emergencia, él haría lo que
estuviera en sus posibilidades.
Cuando llegó, solamente la madre de Tiófilo
estaba con él. Los demás miembros de la familia estaban con los curiosos, con
los noveleros en la calle.
Y empezó la batalla contra Satanás.
El poseído estaba fuertemente atado con
alambre a un horcón de la humilde casa.
-Andate maldito- se oyó una voz horripilante.
-En el nombre del Señor Jesucristo me preparo
para la batalla contra Satanás-, dijo con autoridad el cura.
-¡Cura, andate ya! ¡Callate, callate,
callate!-interrumpe el poseso, con sus ojos bien abiertos. Luego grita a todo
pulmón. Las palabras soeces afloran. Amenaza al cura. Lo escupe. Lo
vomita. Está irritado. Está
furioso. El sacerdote lo ignora. Sigue
con el ritual. Con autoridad, lo persigna una y otra vez. Eso irrita más al
maligno.
-¡Ya basta! ¡Alagranputa!-, grita.
Afuera, la gente, escuchando horrorizada, y no
se aleja. Puede más la curiosidad.
Pasa lentamente el tiempo y al fin llega el
momento para el Praecipio Tibi, una oración decisiva.
-Espíritu inmundo, escúchame: por los
misterios de la encarnación, pasión, muerte, resurrección y ascensión de
Jesucristo; por la misión del Espíritu Santo; por el regreso de Nuestro Señor
para el Juicio, te ordeno que me digas
tu nombre. Obedéceme. Te lo ordeno en el nombre de mi Señor Jesucristo.
El poseso se agita. Gime.
El cura presiona: Espíritu maligno, ¡te
exorcizo en el nombre de mi Señor Jesucristo!
¡Despréndete y huye del cuerpo de esta criatura de Dios!
Afuera, la gente tiembla. Unos rezan, otros
lloran. Y algunos bromean.
El cura continúa: ¡En el nombre de mi Salvador
Jesucristo te ordeno que dejes el cuerpo de esta criatura de Dios!
Al instante, los ojos del poseído se vuelven
hacia atrás. Su cabeza cuelga en el respaldo de la silla. Grita. Se queja. Se
orina. Se defeca. Maldice. Blasfema.
La situación es aterradora. La madre del poseído lo sujeta con fuerza.
Los alambres amenazan con romperse. El cuerpo enclenque de Tiófilo Mañas, como
le apodan, sangra. El horcón tiembla.
Satanás está desencadenado y no cede ante las
palabras. El sacerdote no claudica.
La dura batalla continúa. El cura insiste con
autoridad en saber el nombre del demonio. Sabe
perfectamente el religioso que si tiene un nombre bíblico, como Baal, Belzebú, Asmodeo, Satanás o Lucifer, es
más fuerte.
El exorcismo continúa:
-¿Cómo te llamás?
El poseso gesticula. Segrega abundante saliva.
Vomita. Llora. Grita.
El religioso piensa: si revela cómo se llama,
es señal de que está casi derrotado.
-Te ordeno me digás tu nombre-, reclama el
cura.
Y el poseso, con una voz grave y escalofriante
responde: ¡Soy Lucifer!
El cura se aterra. Sin embargo, sigue mostrando autoridad.
-Lucifer, por la fuerza del Espíritu Santo,
salí de este siervo de Dios. Te lo ordena el poder de Aquel que te sometió con su cruz.
Los alambres que lo ataban al horcón de mora
se rompen.
El poseído cae. La madre cae también. Está
exhausta, pero sigue en la batalla. En el suelo el endemoniado se agita aún
más. Muestra una fuerza descomunal, impropia de alguien de su complexión
física. Escupe sapos y culebras.
Afuera, ha cundido el terror.
El religioso continúa:
-¡Lucifer! ¡Deja este cuerpo en el nombre de Dios!
Grita. Blasfema. Maldice. Llora. Se orina. Se
defeca. Se pedorrea.
Luego, hay una prolongada calma.
El cura está sumamente agotado. Si
desfallezco, también me gana el demonio, piensa.
El exorcismo continúa.
Pasa una hora, un siglo, en realidad…
Tiófilo
ya no está poseído. Al fin, Tiófilo
Mañas, es liberado, pues hay ocasiones
que hay que hacer varios exorcismos por varios días, incluso años.
Al rato, en un tapexco, Tiófilo duerme
profundamente. Descansa. Reposa.
La pestilencia es tan fuerte, que los
noveleros se tapan la nariz a cada ratos.
Y la madre de Tiófilo, de rodillas, sigue
agradeciendo a Dios.
El sacerdote sale, y en la puerta de la
humilde vivienda, dice a los presentes:
-Cuando Jesucristo está con nosotros, Satanás
tiene que batirse en retirada. Sabe que no puede lograr sus negros y shucos
propósitos. Por eso hijos, teman y amen
al Señor.
-Amén-, responden todos.
El padre se va. La gente también.
Desde ese entonces, Tiófilo dejó esas oscuras
prácticas.
John escribe en su libreta y fotografía el
lugar de los hechos. Está aterrado
también.
-Vamos
a tomar una copa de comiteco, para calmar los nervios-, invita Juan
Huista.
-Hoy sí hay justificación-, replica Juan de
Dios.
-Siempre la hay-, remata John.
Y van.
*Derechos del autor
reservado.
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